martes, 26 de agosto de 2014

Por Golcar Rojas / en El Blog de GOLCAR


Las horas claras de Jacqueline Goldberg

Por Golcar Rojas
(27 de julio, 2014)

Publicado en El blog de Golcar

Con algunos libros y autores me pasa que en oportunidades leo y al terminar, fascinado con la historia, siento en el fondo que yo podría haberla escrito.
Con Jacqueline Goldberg me sucede todo lo contrario. Termino sus obras absolutamente convencido de que jamás yo podría haber escrito un texto como el que acabo de vivir. Siempre quedo con una extraña sensación de vértigo en la boca del estómago. Un desasosiego. Con un dolor revelado. Un vacío suspendido. Y con una indescriptible inseguridad al momento de querer referirme a lo que acabo de leer porque me da la impresión de que no hay manera de plasmar en una reseña ese mundo que se devela en cada texto de Jac.
“Las horas claras”* no ha sido la excepción. Lo leí a sorbos, despacio. Como quien degusta un fuerte y delicioso brandy que pega en el paladar pero cuyo fuerte sabor fascina, atrae e invita a un siguiente trago. Luego lo releí para descubrir nuevas fascinaciones. Nuevas lecturas. Nuevos sabores.
No es solo ese cabalgar entre la poesía y la prosa, entre la novela y el poema, que la hizo merecedora del premio XII del Concurso Anual Transgenérico, lo que fascina en “Las horas claras”. Es también la habilidad que tiene Jacqueline para encontrar la palabra exacta. Su precisa utilización del lenguaje,  que hace que en un párrafo o verso, con potentes imágenes nos cuente una historia completa para la que cualquier otro escritor precisaría de muchos párrafos.
Las pausas, la respiración que exige la lectura de “Las horas claras” la hacen parecer un poema casi épico. Pocas líneas con imágenes precisas le bastan para contar un capítulo completo. No hay reiteraciones, repeticiones o enumeraciones innecesarias. Cada línea está y cuenta lo que necesita contar.
Al leer y releer “Las horas claras”, me da la sensación de que en la historia se entremezclan las emociones de la protagonista con las de la propia Jacqueline Goldberg.  Parece narrar por momentos, más allá de la historia de la Villa Savoye y la angustia de Madame Eugénie Thellier  de la Neuville, sus vicisitudes con el arquitecto Le Corbusier y esa casa que no parece terminar de ser como la ha soñado, sus propias angustias y temores.
La novela pareciera entreverar magistralmente lo que es la vida de la Villa Savoye, la angustia de Eugénie y las emociones y obsesiones de la narradora. Con la constante, atrayente y atemorizante presencia de esas oronjas verdes que por momentos parecen querer y poder acabar con su atractiva morbidez, con la vida de la protagonista. ¿O son tal vez una amenaza para la casa… o para la narradora?
Es que “Las horas claras” es “… ese paraíso que seguía siendo retrato, autorretrato. Epitafio, vertedero.”. Es esa casa que gotea… gotea… se agrieta… se arruga. Pero ¿es la casa o es Madame Savoye la que se deteriora? ¿O es la propia narradora?
¿Transfiere Jacqueline sus temores y angustias a la Villa Savoye y a la protagonista sus propios temores y angustias o se ha sentido identificada con ellas? Como cuando dice “Lo padeció antes de los cuarenta años, cuando una histerectomía le hizo sentir la proximidad de la muerte. Su cuerpo albergaba malignidades inaguantables. La vaciaron de cuajo. Aun siente mordimientos en el abdomen, cansancio al retroceder”. Y uno inmediatamente se remite a aquella última de las “Postales negras”** que empieza diciendo:

“Sobre el escritorio
reposa fotografiado mi útero descolgado,
amasijo que tan poco dice
de la tenencia y de sus fibras.”.

(…)
“Aún siento mordimientos en el abdomen
cansancio al retroceder.”.

¿Es Madame Savoye o es la Goldberg en ese instante?

Así como en el género, se mezclan, confunden e intercambian las historias. La casa, la protagonista y la narradora parecen ser cada una, metáforas o símiles de las otras.

“La casa ha comenzado a padecer. Aún sin columnas ni desagües. Posee la ignorancia de los muros nunca culminados, la soledad de los pasadizos obstruidos”. ¿La casa? Y otra vez:

“La villa comienza a emitir aullidos de cal. Se contorsiona, desobedece, lista para ser habitada”.

Ese posible reflejo entre el personaje y la autora queda plasmado desde el comienzo cuando dice:

“Hubiese querido ser cantante o bailarina o escritora o pintora. Ser alta, robusta, de cabello claro. Habría dado lo que fuese por lucir una voz ronca, mirada punzante, manos sutiles, menos sísmicas.”. ¿Es esta Eugénie o Jacqueline que aferra el lápiz entre sus dedos en su eterna batalla contra los incontrolables temblores?

Así la historia nos va seduciendo. La casa parece habitarnos. La sufrimos y padecemos. Cuando la casa está tomada por los soldados y llueve. Uno siente que sus defectos, esas fallas que enervaban a su dueña, ahora le sirven de defensa y de venganza:

“Llueve. Seguramente también llueve dentro de la villa, sobre las cabezas desorbitadas de los soldados alemanes”.

Ese indefinible mundo entre lo que es, lo que fue y lo que imaginó la autora nos atrapa. Nos envuelve. Vivimos la historia narrada, la guerra que es textual y es metáfora de la guerra interna de personajes y narradora. Nos golpea con mano suave que acaricia.

Un cuerpo se arruga.

Un país se resquebraja.

Una guerra. Unas grietas. Unas gotas. Un temblor.

“Esta casa es más mía que ninguna. Vi crecer sus muros, le veré nacer arrugas. Pero seré yo quien muera.”…

“Las horas claras” es un dolor sin drama. Una tristeza sin llanto. Un sufrimiento sin quejas. Al final, la casa -¿como el cuerpo?-, comienza a ser un padecimiento,  un fantasma que se le viene encima.  Jamás volvería la protagonista a esa casa que recibiría la luz de las horas claras, que traería  la claridad. “El sueño se había hecho inhabitable”.

*Las horas claras, Jacqueline Goldberg. Sociedad de Amigos de la Cultura Urbana, 2013.
**Postales negras, Jacqueline Goldberg. Ediciones Sociedad de Amigos del Santo Sepulcro, 2011.

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