Las horas claras
(19/10/2014
Por Lagartezna Azul
(Después de un encuentro en la FILUC,
Valencia)
El lector lee desde sí mismo. Desde
sus ojos y experiencia. En el libro, consigue un camino de vuelta. Interpreta,
intuye, pero, tal vez lo que más haga, sea penetrar el texto y fundirse con lo
que de él atrapa.
El respeto al autor siempre me
advierte no leer muy rápido. Una idea demora en gestarse, luego en escribirse y
demás procesos accesorios… Cuando llega un ejemplar a mis manos, trato de
calibrar el esfuerzo, las horas invertidas, la búsqueda del adjetivo perfecto,
el ejercicio de autor. Sin embargo, Las horas claras fluye. Una lectura diáfana
como su nombre, a la vez que profunda e introspectiva, inteligente, que siente
–no sentimental-.
Conversaba Jacqueline Goldberg, en
charla casi íntima, que el origen de su libro se remonta a 2004 y fueron varios
los años de investigación necesarios para darle forma histórica a una mujer que
difícilmente aparece registrada. Se convierte entonces en testimonio y
presencia, el poder de la voluntad detrás de un símbolo del siglo XX.
Es un libro femenino, intenso, denso,
pero no feminista. No se advierte la necesidad de trepar a un pedestal en pos
del lugar masculino, por el contrario, es un texto que se repliega hacia
dentro, en la asunción de un deseo que no necesita luces y escena. El discurso
es mujer…
Creo que a Cinzia una vez le leí, en
mis torpes palabras, algo así como que un libro es pleno cuando uno se da
cuenta de que no puede citar frases, sino que tendría que citarlo todo. Eso
siento de Las horas claras.
Fragmentariamente lírica, me he
aproximado a ella y he encontrado en Villa Savoye a mi propio cuerpo. Mi cuerpo
gotea, se resquebraja, llueve por dentro. Mi mama goteó hacia la axila, como
cáncer, y yo, Madame Savoye, me encontré desprotegida y sin refugio… Me permito
dejar estas líneas de reflexión muy mías para registrar que, si bien todo libro
tiene rastros autobiográficos del autor, no es menos cierto que en él se
imprimen las huellas personales de quien lee.
Devoré rápido, ansiosa. Subrayé y
escribí. Me deleité en las metáforas… Las oronjas verdes… La necesidad de morir
puede tener color. En algún momento de la lectura recordé un pequeño libro de
Marguerite Duras que contiene dos breves historias: El hombre sentado en el
pasillo y El mal de la muerte. Es posible que la referencia a esta escritora
provenga de las propias palabras de Jacqueline, pero fue inevitable que
volviera mis pasos sobre la mujer tendida y el hombre. Poesía hermética,
pensamientos en ráfaga, lenguaje preciso…
La estructura de Las horas claras es
bella. Son las horas, todas las horas, se derrama en mí y siento que también
las tengo. Para escribir estas cortas líneas, que son más bien un intento poco
logrado de expresión, retomo la preciosa edición y vuelvo a leer la
dedicatoria. Repaso mis señales en él… Me perturba que en Madame Savoye se
desatara “un bestiario” con la maternidad. Supongo que es un asunto oscuro e
inconcluso que aún debo dirimir… Luego, la relación con su marido, el hombre
que será “por siempre comisura”…
La novela poética, el poema novelado,
el “noema” camina y se construye mientras en él se alza la casa en la cual
Madame Savoye no se extraviará y se salvará del desierto. Una casa de encuentro
y pérdida. La potestad. El ansia volitiva, la sublevación, la emancipación. Ese
lugar propio, el sitio único de la mujer, donde sólo ella está.
Luego la decadencia. La vejez, la
enfermedad. La pérdida, el desarraigo “mientras la lluvia golpea hacia dentro,
incontenible”. La villa, felicidad pasajera… Después la guerra, que “lo deja
todo en carne viva”, esa forma bestial del hombre para autodestruirse.
Es novelaútero, interna, carne,
sangre. Es “hambre de sí misma, que sigue extraviada. Así su vida, que se topa
con una primera puerta, el vértigo de entender que siempre ha sido falta.”
Ésta es la mía. Gracias, Jacqueline,
por el placer de la lectura, por tus palabras. Por el encuentro.
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