martes, 26 de agosto de 2014

Por Gustavo Valle / en PRODAVINCI


‘Las horas claras’, de Jacqueline Goldberg

Por Gustavo Valle
(28 de abril, 2014)

Publicado en Prodavinci

¿Novela, poema, relato, fragmento histórico? ¿Escritura híbrida, cruce, mixtura, mezclaje? Poco importa. El denominado “género” literario es muchas veces una prótesis de lectura, una muleta que nos ayuda a caminar sobre las páginas sin caernos. Entre los muchos deberes que tiene un lector está el de hacer a un lado el envase genérico en el que viene la obra, y atreverse a meter sus narices dispuesto a encontrar en los libros no solo una buena historia sino una nueva manera de leer. La lectura, pues, como una permanente pregunta acerca de cómo leemos, y qué mecanismos empleamos en ese momento en que nos encontramos cara a cara con la obra. Leer es siempre (una y otra vez) aprender a leer, porque un libro, al menos los buenos, suele desafiar nuestra comodidad lectora.
Todo esto lo digo porque Las horas claras de Jacqueline Goldberg es un libro escurridizo, inaprensible, desafiante. Un libro que es muchos libros. Su trabajada prosa, llena de precisiones y sutilezas estéticas, busca permanentemente el argumento de un relato que a su vez persigue de manera obsesiva su propia estrategia de narración. Hay pues una tensión constante en lo que se dice y cómo se dice, y esta tensión hace parte constitutiva de la propuesta narrativa de este libro. Al leerlo, nos ocurre algo parecido al recordar un sueño: no contamos con todos los detalles pero nos queda el nervio con que late la memoria. Incluso el contexto histórico en el que se desenvuelve está dado por pinceladas de paisajes políticos y sociales que laten al fondo con sus contornos deliberadamente desdibujados, lo que otorga al conjunto la fuerza de un cuadro impresionista.
La anécdota puede resultar algo extraña o lejana a nuestra rabiosa realidad más inmediata: Madame Savoye, una mujer de la alta burguesía francesa, hace construir una casa (Villa Savoye) por Le Corbusier, y esa casa termina albergando, casi siempre deshabitada, los sueños o angustias que parecen ocupar la vida de esta dama y reflejar a su vez las turbulencias de la primera mitad de un Siglo XX en guerra. La atmósfera aérea e incorpórea, muchas veces llena de silencios angustiantes, hace pensar en cierta narrativa centroeuropea (pienso en Fleur Jaeggy), es decir esa narrativa que suele construir sus relatos con el auxilio de fragmentos, cartas, monólogos interiores, voces fantasmas y toda clase de recursos mentales para establecer el mundo íntimo de sus personajes.
Su argumento simple no atenta contra su densidad y sus diversos planos de lectura, entre ellos la inevitable mirada hacia un universo más cercano y reconocible. ¿Puede acaso leerse Las horas claras como correlato del despojo o de los años expropiados que hemos vivido? ¿Es esa casa hermosa, casi perfecta, pero al mismo tiempo hueca y deshabitada el reflejo de un lugar descarnado, sostenido en glorias pasadas y promesas desteñidas? ¿Es madame Savoye, a su vez, el espejo de una decadencia social, un sujeto perdido en las postrimerías de una época que vemos desaparecer ante nuestros propios ojos? ¿Y no es, en última instancia, Villa Savoye, el lugar del deseo, ese paraíso perdido y concebido por un genio, el Edén perpetuamente postergado?
Múltiple en sus propuestas, Las horas claras está en capacidad de responder estas preguntas y también otras. Solo es cuestión de entregarnos a su agudeza, y dejarnos llevar por los pasillos de su sutil arquitectura.

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