‘Las horas claras’, de Jacqueline Goldberg
Por Gustavo Valle
(28 de abril, 2014)
Publicado en Prodavinci
¿Novela, poema, relato, fragmento histórico? ¿Escritura híbrida,
cruce, mixtura, mezclaje? Poco importa. El denominado “género” literario es
muchas veces una prótesis de lectura, una muleta que nos ayuda a caminar sobre
las páginas sin caernos. Entre los muchos deberes que tiene un lector está el
de hacer a un lado el envase genérico en el que viene la obra, y atreverse a
meter sus narices dispuesto a encontrar en los libros no solo una buena
historia sino una nueva manera de leer. La lectura, pues, como una permanente
pregunta acerca de cómo leemos, y qué mecanismos empleamos en ese momento en
que nos encontramos cara a cara con la obra. Leer es siempre (una y otra vez)
aprender a leer, porque un libro, al menos los buenos, suele desafiar nuestra
comodidad lectora.
Todo esto lo digo porque Las
horas claras de Jacqueline Goldberg es un libro escurridizo, inaprensible,
desafiante. Un libro que es muchos libros. Su trabajada prosa, llena de
precisiones y sutilezas estéticas, busca permanentemente el argumento de un
relato que a su vez persigue de manera obsesiva su propia estrategia de
narración. Hay pues una tensión constante en lo que se dice y cómo se dice, y
esta tensión hace parte constitutiva de la propuesta narrativa de este libro.
Al leerlo, nos ocurre algo parecido al recordar un sueño: no contamos con todos
los detalles pero nos queda el nervio con que late la memoria. Incluso el
contexto histórico en el que se desenvuelve está dado por pinceladas de
paisajes políticos y sociales que laten al fondo con sus contornos
deliberadamente desdibujados, lo que otorga al conjunto la fuerza de un cuadro
impresionista.
La anécdota puede resultar algo extraña o lejana a nuestra rabiosa
realidad más inmediata: Madame Savoye, una mujer de la alta burguesía francesa,
hace construir una casa (Villa Savoye) por Le Corbusier, y esa casa termina
albergando, casi siempre deshabitada, los sueños o angustias que parecen ocupar
la vida de esta dama y reflejar a su vez las turbulencias de la primera mitad
de un Siglo XX en guerra. La atmósfera aérea e incorpórea, muchas veces llena
de silencios angustiantes, hace pensar en cierta narrativa centroeuropea
(pienso en Fleur Jaeggy), es decir esa narrativa que suele construir sus
relatos con el auxilio de fragmentos, cartas, monólogos interiores, voces
fantasmas y toda clase de recursos mentales para establecer el mundo íntimo de
sus personajes.
Su argumento simple no atenta contra su densidad y sus diversos
planos de lectura, entre ellos la inevitable mirada hacia un universo más
cercano y reconocible. ¿Puede acaso leerse Las
horas claras como correlato del despojo o de los años expropiados que hemos
vivido? ¿Es esa casa hermosa, casi perfecta, pero al mismo tiempo hueca y
deshabitada el reflejo de un lugar descarnado, sostenido en glorias pasadas y
promesas desteñidas? ¿Es madame Savoye, a su vez, el espejo de una decadencia
social, un sujeto perdido en las postrimerías de una época que vemos
desaparecer ante nuestros propios ojos? ¿Y no es, en última instancia, Villa
Savoye, el lugar del deseo, ese paraíso perdido y concebido por un genio, el
Edén perpetuamente postergado?
Múltiple en sus propuestas, Las
horas claras está en capacidad de responder estas preguntas y también
otras. Solo es cuestión de entregarnos a su agudeza, y dejarnos llevar por los
pasillos de su sutil arquitectura.
No hay comentarios:
Publicar un comentario