Jacqueline
Goldberg, literatura QUE SALVA
Por Héctor Torres
@hectorres
(Junio, 2013)
Publicado en Clímax
Tiene todo la estructura ósea de un gran poeta, incluso cuando las
manos la hacen temblar. Sus letras, sin embargo, no vacilan, aunque en el
trayecto de hacerse haya llantos y guerras. Jaqueline Goldberg se sabe plena
cuando escribe. Cuando una palabra, una idea o un ordinario hecho la conducen a
la creación literaria
Maracaibo, 1966. Al matrimonio conformado por la
odontóloga Elsa Kapuschewski y el optometrista Raphael Goldberg, le nace su
primer hijo. Es el 24 de noviembre. Es hembra. Le ponen por nombre Jacqueline.
10 años
después, la primogénita de los Goldberg comienza a escribir relatos. No es un
capricho, ni un impulso repentino. Es el resultado de una infancia marcada por
el acoso escolar al que se vio sometida a causa de su baja estatura y el
temblor de sus manos. También entrecruzada por momentos maravillosos y una
familia que le obsequió fortaleza. Condensó en la escritura, de esta manera, la
soledad y el amor con los que enmarcó el lugar desde donde miraba el mundo.
A los 12
años comenzó a escribir poesía. Como un emisario de los tiempos que se
avecinaban, la creación literaria afloró para prepararla para la adolescencia —que
añadió a ese mundo de hostilidades externas, las depresiones de esa confusa
edad. “Sin la literatura le habría dado más dolores de cabeza a mis padres”, señala.
Construía
el universo que se convertiría, a un mismo tiempo, en muralla y puente. Desde
entonces no ha pasado un día en toda su vida en que no lea siquiera unas líneas,
“aunque sea en el baño”. Tanto, que no logra recordar el primer libro que leyó.
Recuerda, en cambio, el significativo momento en que, con 12 años, compró —léase
bien: compró; no se lo compraron— su primer poemario: 20 poemas de amor y una canción desesperada,
de Pablo Neruda.
Luego
vendrían, entre títulos obligados por el colegio y otros que conformaban la
biblioteca paterna, los libros iniciáticos. Los nombra como si los estuviera
viendo frente a sí: El túnel,
de Ernesto Sábato; Cien años de soledad,
de Gabriel García Márquez y Veinticuatro
horas en la vida de una mujer, de Stephen Zweig, los cuales no
vinieron precedidos de una etapa de literatura infantil. “No fui una lectora
precoz. No recuerdo libros especiales en mi infancia”, afirma.
…
Caracas,
1991. Un año después de haberse graduado —no solo Cum Laude, sino siendo la primera de su promoción— en la
Facultad de Letras de la Universidad del Zulia, mención “Investigación y crítica”,
se traslada a Caracas, que sería su domicilio desde entonces. Comienzo de
agosto, y de su nueva vida. Llegó de la mano de un trabajo en el entonces recién
creado Museo de Artes Visuales Alejandro Otero, que obtuvo tras responder un
aviso de prensa.
Entre
las situaciones inolvidables de esa época, aún se evoca barriendo una sala de
la institución mientras el ministro de Cultura inauguraba, en la planta baja,
la exposición por la que había estado trabajando, literalmente, toda la noche
anterior.
Estaba
por cumplir 25 años, y ya había publicado los poemarios Treinta soles desaparecidos (1985), De un mismo centro (1986), En todos los lugares bajo todos los signos
(1987), Luba (1988), A fuerza de ciudad (1990) y Trastienda (1991). Este último fue
finalista en el Premio Casa de las Américas, de 1990.
Comenzaba
a transitar su propia vida, con todo lo que trae de anhelo y terror. Y aunque
en adelante transcurrió en Caracas, mantuvo inalterables rasgos marcadamente
maracuchos, como su desdén por Maracaibo como ciudad. “Nada más maracucho que
eso”, acota. También su pasión por esa gastronomía —comer pan con queso en un
puesto callejero se encuentra, junto a mirar el lago y el afecto por sus padres
y amigos, entre sus más entrañables querencias— y un respetable catálogo de
groserías… que solo salen a flote cuando se molesta.
De judía,
en cambio, siente que conserva una mirada que confunde mundo y raíz, asombro y
tradición. “Muchas veces afirmé que me sentía poco judía, pero los años me han
dicho que no es tan así. Soy una madre absolutamente judía, que se siente a
veces culpable y muy preocupada porque el crío coma. Del judaísmo me queda
arena y desiertos, exilios y una sensación de no pertenecer”.
Posee,
además, su propia manera de practicar la religión. “No voy a la sinagoga. Me
gustan las tradiciones asociadas a lo culinario y lo festivo, y la literatura
de impronta judía, en la que busco espejos”.
…
…
Caracas,
1998. Recibe su doctorado Cum laude
en Ciencias Sociales por la Universidad Central de Venezuela. Por esa época
conoce al arquitecto, poeta y profesor universitario Hernán Zamora, con el que
tiene en la actualidad 16 años de matrimonio, “tras unos pocos meses de
noviazgo”, como ella misma precisa. “Fue amor al primer tecleado. Nos conocimos
por Internet. No había entonces chats, solo correos que iban y venían. 10 días
después del primer correo nos vimos y no nos separamos ya nunca más”, rememora.
Tenía 32.
A los
pocos años nace su hijo, Santiago, el cual redefiniría su visión de la vida. “La
responsabilidad de vivir entre pequeñas alegrías dejó de ser una opción para
convertirse en mandato cotidiano”, sentencia. “A Santiago, por cierto, no le
interesa la poesía. Pero, de haber asistido a recitales poéticos desde que
estaba en el coche, algo quedará”, confía Goldberg, acotando que, de hecho, es
músico. “Y muy serio. Ahí hay poesía”.
Otra de
sus grandes pasiones es la gastronomía. Se remonta a la época en que “Ben Amí
Fihman comenzó a obligarme a traducir recetas para la revista Cocina y vino, aparte de mi trabajo en
la revista Exceso“, pero
también le viene del hogar. Su padre es un magnífico cocinero. Ella, en cambio,
por falta de tiempo, cocina poco. Aunque asegura que jamás la han dejado mal
parada el risotto, las pastas
y la sopa de cebolla. No es amante de los postres muy elaborados. Le basta un
trozo de chocolate negro. Y el vaso gigante de Toddy que se prepara a cualquier
hora, “pero sobre todo en las mañanas”.
…
…
Poissy,
cerca de París, 2004. Ese año se iniciaría el largo camino de su más reciente
producción literaria, cuyo trayecto abarcaría casi una década: su novela Las horas claras, ganadora del XII
Concurso Transgenérico de la Sociedad de Amigos de la Cultura Urbana. En
octubre acompañaría a su esposo, Hernán Zamora, a la consabida —para todo
arquitecto— peregrinación a la famosa Villa Savoye, reconocida pieza arquitectónica
del mítico Le Corbusier.
Zamora
estuvo ocho horas dibujando y tomando fotos de la casa. Mientras ella se dedicó
a recorrerla en silencio, se recostó en un chaise
longue de Le Corbusier, leyó, hizo una siesta… comenzaba a
aburrirse cuando vio una pequeña exposición donde había una carta de Madame
Savoye dirigida a Le Corbusier, en la que especificaba cómo quería la casa.
Goldberg, más lectora de narrativa que de poesía, sabía que tarde o temprano
llegaría a la novela. En ese momento supo que esa historia la había estado
esperando para abordar finalmente el género.
“Apenas
regresé a Caracas, comencé a investigar y, viendo que encontraba muy poco,
escribí a la Fundación Le Corbusier en París. Al día siguiente estaban en mi
correo ocho cartas manuscritas de la señora Savoye dirigidas a Le Corbusier”, comenta
con revivido entusiasmo, para agregar que “me tomó unos tres años la
investigación, escritura, definición del género y el reconocer que no me
interesaba el género”.
No se
trata de una novela convencional. Los editores que la tuvieron en sus manos argumentaban
que no tenían espacio para un texto de esa naturaleza. “No es un poemario ni
una novela”, comentaban. Esa misma hibridez que hacía desconfiar a editores
hizo que ella probara fortuna en un concurso que, precisamente, exaltaba esa
condición: el Transgenérico de la Cultura Urbana.
Era 2012
y ya habían transcurridos ocho años desde la visita a la Villa Savoye. Además
de escribir, Jacqueline Goldberg dirige, desde hace cuatro años, el Festival
Internacional de Cine Judío de Caracas. También maneja redes sociales para
empresas del ámbito gastronómico, escribe para diversos medios y edita libros
para terceros.
Ha
abordado el reportaje, la crónica, la entrevista, el ensayo, la literatura
infantil… ¿Cuál es el género, aparte de la poesía, que más le complace
escribir? “Todos, pero siempre desde la respiración poética”, asegura. La poesía,
ese lugar de silencio y soledad, es para ella un ejercicio de meditación. El
lugar de la autoconfesión. Pero le resta misterios a su ejercicio: “Un poeta es
una persona de a pie, que se permite pausas para mirar y hurgar en las palabras”,
dice.
¿Cómo germina y crece un poema de Jacqueline Goldberg? “Todo comienza
con una obsesión: por una palabra, una idea, una situación, unos ojos. Esa
obsesión conduce al tema y a la voz que exige ese tema. Empiezo a escribir en
la pantalla en blanco. Raramente es cuestión de reflexión anterior o de
servilletas con anotaciones”. Cada libro tiene su historia, sus tiempos. “Cuando
logro leerlo sin quitar una palabra, puedo pensar en un primer intento con un
editor o un concurso. Pero ese viaje es largo. Soy muy obsesiva con el
lenguaje, aún en el arte final de un libro que ya está en imprenta, sigo
corrigiendo. Creo en aquello de que los libros no se terminan sino que se abandonan”,
señala esta ferviente discípula de poetas como Paul Celan, Marguerite Duras y
Edmond Jabès.
Y aunque
confiesa que aún no puede dedicarse a diario a la producción literaria de su
obra, esta prolífica autora ha publicado 14 poemarios, entre los que destacan El orden de las ramas —Ediciones
Torremozas, Madrid, 2003—, Verbos
predadores, poesía reunida 1986-2006 —Editorial Equinoccio, 2007—, Postales Negras —Sociedad de Amigos del
Santo Sepulcro, 2011— y su
reciente novela Las horas claras.
También ha escrito ensayos, biografías, testimonios, diversos títulos para niños
y hasta una obra de teatro.
…
…
Caracas,
2014. Los libros tienen su vida propia y buscan su propio camino. Y, como los
sueños, ensayan sus propias simbologías. Las
horas claras ha debido posponer en un par de ocasiones su aparición
definitiva. No son pocos los agradecidos lectores que, sin embargo, han
encontrado en sus páginas un refugio de sosiego y belleza. Atisbos de un
horizonte de mayor claridad. Como el del país, el camino de Las horas claras para consumar su
destino ha sido tortuoso y lento. Y, como con el libro, por fatigoso que sea el
camino, en algún momento se alcanzará esa luz.
Goldberg,
entretanto, sigue escribiendo. ¿Llegará el momento en que deje de hacerlo?, le
pregunto. “Quizá llegue el momento en que decida que no habrá un próximo libro
publicado (mis poemarios tienen todos tema, estructura), pero un poema siempre
vendrá. Al menos eso espero”.
Fotos: Alejandro Cremades
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