Las horas claras, de Jacqueline
Goldberg
Por Carmen Virginia Carrillo
(22/04/2015)
Publicado en La Palabrera
Las horas claras, de Jacqueline
Goldberg, ganó el XII Premio Anual Transgenérico de la Sociedad de Amigos de la
Cultura Urbana en el 2012. Un texto híbrido en el que confluyen diversos
géneros: La historia, el reportaje, la novela, la poesía.
Comencemos por la historia narrada:
Una mujer: Eugénie Thellier de La Neuville, Madame Savoye, ya anciana, recuerda
la muerte de Georgette, su amiga de la infancia, envenenada por una oronja
verde, y piensa en su propia muerte. Once años han pasado desde
que, en 1928, le pidiera a su marido una casa de campo. Quería ubicarla
en Poissy. Contrata al arquitecto Charles Edouard Jeanneret, más tarde conocido
como Le Corbusier. Madame Savoye habita la casa que pronto comienza a
deteriorarse. Llueve fuera y dentro de Las horas claras, así la ha nombrado,
porque siempre quiso que la casa le recordara la luz. La guerra alcanza a
Francia, muere el marido, la casa es tomada por los nazis, ella se instala en
su apartamento de París. Piensa en la muerte, y en regresar a su villa de
verano, pero no se decide. Finalmente, en 1969 se atreve a volver, una oronja
verde le proporcionará su hora más clara.
La muerte abre y cierra la novela en
un círculo perfecto. Esta mujer melancólica sufre. No encuentra alegría
en el matrimonio, ni en la maternidad. Solo desea una casa “para ser en ella”
(32). Las nociones de tiempo y espacio confluyen en el motivo de la casa,
que a su vez funciona como un "cuerpo de imágenes que da razones o
ilusiones de estabilidad" (Bachelard, 1983).
La casa constituye el eje simbólico
del texto. La historia de la villa Savoye, su nacimiento, destrucción y
resurrección, tiene su correlato en un periodo de la historia de Europa
en el cual la segunda guerra mundial y el holocausto judío configuran un eje de
inflexión entre la ilusión de habitar la casa y la tragedia de ser despojada de
ella.
Al inicio de la construcción, Madame
Savoye se siente desahuciada, carga con la tristeza a cuestas. Un día, la villa
emite “aullidos de cal”, “el ruido natal” que “aleja el vacío congénito”
y su dueña la habita. Sin embargo, pronto se vuelve inhabitable.
El cuerpo de la mujer y el
cuerpo de la casa parecieran vivir en sincronía, padecen al unísono el
proceso de deterioro físico. La memoria corporal de su dueña se asocia a
los recuerdos de ese espacio tan anhelado, tan amado y tan padecido.
Habitante de un perpetuo traslado,
Madame Savoye es descrita en su condición de extranjera: “Extranjera fue
siempre, pero no suscitaba desconfianza, no lloraba, no palidecía en los
festines”. (p. 28). A lo largo de la narración somos testigos de
constantes desplazamientos desde París a la casa de verano en Poissy,
en oportunidades, estos traslados solo ocurren en la mente de la
protagonista, en el deseo de retornar a su morada.
En el texto, la escritura de la
historia está articulada desde la imaginación poética. La cadencias de un
lenguaje tenue y vacilante propicia intersticios, espacios de
indeterminación, que juegan un papel fundamental en la propuesta transgenérica
de esta magnífica obra.
Goldberg ha logrado conjugar, en este
texto cargado de poesía, la vida íntima de la protagonista, la historia
de la Villa Savoye y la memoria colectiva de un país, de tal manera que, tras
hurgar en heridas particulares y colectivas, solo queda el inefable
silencio.
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