Jacqueline Goldberg: “La casa es lo único que nos queda”
Por Gabriel Payares
(13 de Agosto, 2014)
Leí por primera vez a la poeta, ensayista y escritora de
libros infantiles Jacqueline Goldberg (Maracaibo, 1966) cuando aún no terminaba
la universidad y trabajaba como vendedor de libros para una Fundación
venezolana de mucho renombre. Durante mis largas horas de espera por un
comprador decidido, indagué en un compendio de obras breves, resultantes de un
taller de periodismo literario dictado por la misma Fundación, y allí estaba La vastedad del adiós. Historias sepultadas en un
cementerio judío (2003), lectura que me atrapó por su conjugación
de lo íntimo y lo histórico en un relato ampliamente documentado. Años después,
ya al tanto de la extensa obra poética de Jacqueline, quien es Licenciada en
Letras (LUZ) y Doctora en Ciencias Sociales (UCV), aparece su obra ganadora del
XII Premio Transgenérico de la Fundación Amigos para la Cultura Urbana: Las horas claras (2012), y mi sensación
al leerla fue muy semejante a la de aquel primer encuentro fortuito con su
escritura. Lejos del tedio de la novela histórica, sorteando con agilidad los
vericuetos del periodismo documental y también los de la prosa poética, esta
novela aparece en el panorama editorial venezolano como un rara avis, tanto en su tono, su temática
y su estructura.
Las horas claras es una obra interesante desde muchos puntos de
vista. Quisiera empezar por la más obvia, que tiene que ver con su talante
genérico inusual, a ratos novela histórica, a otros prosa poética, y con su
estructura discontinua, breve, casi de entradas en un diario. ¿De qué modo
te vinculas con ella en lo íntimo de tu búsqueda poética personal? ¿La
consideras realmente una obra “transgenérica”?
Si una obra “transgenérica” es aquella que une y reúne
diversos géneros, pues Las horas claras
lo es. En su estructura está muy clara la narración, la historia, la
investigación y por supuesto, la poesía. Todo cuanto escribo, lo logre o no,
pasa por el tamiz de la poesía. Es el lenguaje en el que me siento cómoda, es
la ventana desde la que miro la literatura –como lectora y escritora–, es casi
lo único para lo que me considero capaz y dispuesta. Me interesan las novelas,
los reportajes, todo texto que tenga conciencia del uso de la palabra poética.
En todo caso, aunque un repaso fragmentario del libro resalte frases que son
propias de poesía, insisto en que se trata de una novela: la escribí pensando
en ella como tal, con la firme resolución de contar una historia. De no haber
existido el Premio Transgenérico que ganó el libro y gracias al cual se
publicó, se habría entendido simplemente como novela y el término
“transgenérico” quizá no habría aparecido. Pero me siento cómoda con él. Muchos
libros de este siglo podrían perfectamente alinearse a esta etiqueta, que nada
tiene de novedosa.
De hecho,
experiencias previas de tu autoría como La vastedad
del adiós (sobre
la fundación de los cementerios judíos en Venezuela) o En idioma
de Jazz (sobre la
vida y obra de Jacques Braunstein) apuntaban ya tu interés por la
reconstrucción íntima de relatos históricos o biográficos, aunque ningún caso,
creo, se dio de forma tan abiertamente ficcional como en Las horas
claras. ¿De qué manera
se conjuga el proceso “periodístico” de documentación, con el “poético” de
elaboración literaria?
Documentación es un vocablo que me interesa muchísimo. De
hecho, he venido trabajando en varios libros con “poesía documental”, término
que no inventé y que me permite estructurar como poesía temas y textos
históricos y periodísticos. He dictado incluso talleres de poesía documental
que han arrojado conmovedores textos de los participantes (y pueden verse
en http://tallerpoesiadocumental.blogspot.com/).
“Es difícil sacar noticias de un poema”, escribió William Carlos Williams en Asfódelo, esa flor verdosa, pero sin duda
no lo es extraer poemas de una noticia. En eso creo y con tal materia trabajo.
Por eso fue muy natural llevar todo lo investigado sobre Le Corbusier y la
Villa Savoye a un lenguaje poético y sumergirlo incluso en algo de ficción.
Siento que carezco de dones para la ficción, no sé, no puedo inventar
historias. Sólo me siento realmente segura reinventando la realidad que leo,
partiendo de documentos.
El símbolo de la
casa es central para la construcción de tu novela, pero también para una cierta
tradición poética venezolana, enarbolada sobre todo por mujeres. Hablo entre
otros de Casa o lobo de Yolanda Pantin, Casa de
pisar duro de Gina
Saraceni y ciertos textos de Hanni Ossott, que le otorgan a la casa diversos
sentidos e interpretaciones estéticas. ¿Cómo responde Las horas
claras a esa
tradición poética? ¿Qué otros textos de tu autoría también lo hacen?
La casa es el gran tema de la literatura, no sólo
venezolana. Todos hemos anhelado, inaugurado, habitado o perdido una casa. Nos
hemos extraviado en sus metáforas. Es vientre, paraíso, palabra. Alegría y
dolor. No había pensado en esas otras casas de la poesía venezolana, sin duda
entrañables y que han marcado mi poesía. Sólo ahora entiendo cuánto resuenan en
mí. Y es que de eso se trata: la tradición se sostiene sobre la actualización
de la mirada. Y Las horas claras
mira una casa que pudo estar en cualquier lugar y haber sido diseñada por un
arquitecto anónimo, aquí mismo. La genealogía del libro fue la lectura de una
carta de la señora Savoye defendiendo su casa. Me imaginé entonces encargando
una casa, perdiéndola, padeciéndola. Ya antes habían aparecido casas en mi poesía,
nunca ajenas: casas de infancia, de sueño, de intemperies temidas. Casas que,
como las de Hanni Ossott, tienen ropajes que se apegan “a mi piel interior”. No
por casualidad uno de mis libros para niños se titula “La casa sin sombrero”
(Alfaguara, 2001).
De hecho, tu novela
me recordó también obras de latitudes extranjeras, como en la novela Casa (2004) del peruano Enrique Prochazka, en donde
ésta deviene enigma de la memoria fallida del arquitecto; o más aún el relato
“Amor” (1960) de la brasileña Clarice Lispector, en el que aborda el tema de la
casa, justamente, a partir del de las horas y el paso del tiempo: la narradora
habla de “…cuidarse de la hora peligrosa de la tarde, cuando la casa estaba
vacía y ya no necesitaba de ella”. ¿Cómo interpretas en lo personal esa
relación entre casa y tiempo, casa y memoria, casa e historia?
Una casa, como el rostro y nuestro cuerpo, va admitiendo
marcas de los días. Requiere sumo cuidado para no envejecer o hacerlo bien. Se
evita a toda costa que una casa muestre decadencia: grietas, manchas, techos
caídos. Pero es imposible. Una casa está viva, se contorsiona, sufre. Sus muros
guardan secretos. De allí que sean destino turístico obligado ciertas casas de
artistas. Se conservan y se promocionan como si preservasen realmente el
espíritu de quien creó en ellas. Hay un cierto morbo en descubrir sus legados.
Y quizá sea cierto que las casas son capaces de capturar el tiempo, el aliento,
la memoria de sus huéspedes. Me gusta como referencia la novela La casa, de Manuel Mujica Lainez. Allí la
casa es personaje, tiene voz, cuenta en primera persona la historia de su
desmembramiento y el de sus habitantes. Adoro su comienzo: “Soy vieja, revieja.
Tengo sesenta y ocho años. Pronto voy a morir. Me estoy muriendo ya, me están matando
día a día”.
También es
frecuente la idea de la casa como correlato no sólo de la vida de sus
habitantes, sino también de la historia del país entero, algo que podría leerse
en Las horas claras en el capítulo titulado “Las horas líquidas”,
cuando la casa bajo asedio del nazismo y de la guerra abunda en goteras y
filtraciones. ¿Es eso la patria, una casa en la que guarecerse de la
intemperie? ¿O quizás sea la casa la única patria verdadera del hombre, el
reducto de lo íntimo y no el panorama del colectivo?
El país –el vocablo patria ha sido por ahora expropiado– es
como la casa de Le Corbusier, lo percibo hoy con insalvables goteras. Me duele
haberlo soñado tanto y saberlo hecho trizas, haciendo trizas mi vida. La casa
en la que soy cada día es otra cosa: refugio, afectos, libros, música, cine,
amigos, belleza. Todo. La casa es la gran metáfora de los reductos. Ser en ella
nos devuelve a nosotros mientras nos aleja de ese país que debería ser cálido
habitáculo y no lo es. La casa es lo único que nos queda, aún con grietas y
voces oscuras. Es alma, palabra, sosiego.
¿Se puede,
entonces, hacer de la casa una isla? ¿No se corre el riesgo, justamente, de
convertirla también en sarcófago, como dice el epígrafe de César Vallejo en tu
novela, “una casa vive únicamente de hombres, como una tumba”?
Es un riesgo, sin duda. Pero si la intemperie agobia, el
encierro escogido dará triunfos a la vida y a sus ínfimas y necesarias
alegrías. Y a la escritura.
Por último, Jacqueline, ¿qué nuevos proyectos te
ocupan en la actualidad?
De
los libros en construcción nunca hablo. Tengo poemarios y libros infantiles en
peregrinaje por editoriales y concursos. Pero no me preocupa el tiempo que
pueda transcurrir hasta verlos publicados. La bella edición de Las horas claras apacigua por un rato
toda angustia de un próximo libro.